Esa vieja casa
Las paredes agrietadas sostienen aquella vieja casa. Las maderas con un tímido barniz ocultan la humedad de los cimientos y debajo de ellas cientos de recuerdos de aquellas manos que una vez colocaron cada uno de sus ladrillos.
El viento se cuela por los espacios vacíos de aquella puerta, mientras tanto aquel hombre permanece sentado en la vereda viendo a la gente pasar con sus compras de domingo.
El sonido de las oscuras baldosas rompe el silencio que hace años no existió, mientras el tiempo es marcado por el sonido de un reloj colocado sobre aquel lintel. El hombre ingresa a la casa y el olor a tabaco rodea toda la habitación. El sonido de cada pitada va al compás del viejo reloj. Sigue caminando, cruza la casa con sus habitaciones convertidas en laberintos. Allí está el patio donde aquella niñez de antaño permanece impregnada en sus rincones. Un banco de madera con los clavos fuera de lugar parece ser el sillón más cómodo. El humo del asado de cada domingo me rodea, mientras tanto los gorriones cantan como lo hicieron siempre, parecen no saber que una ausencia nos invade.
Miro a mi alrededor, mientras escucho el ladrido de esos perros de la infancia. La imagen de ese hombre de ojos claros y mirada triste ha desaparecido. Las páginas de aquel viejo diario vuelan por el patio. Ya no tiene quien los lea. El banco de manera se encuentra vacío y el ladrido de los perros se ha callado.
La lluvia hace rechinar las viejas chapas que recubren la morada. Corro hacia la casa y cuando ingreso me convierto en esa niña que una vez fui. Vuelvo a sentir el aroma del tabaco que ya no está y busco en el silencio esa voz ronca que no se oye. Camino hacia la ventana y busco aquel hombre sentado en la vereda pero ya no está. El silencio de la muerte invade aquella casa y sus paredes parecen cada vez más agrietadas. Grito con todas mis fuerzas pero nadie me oye. Las habitaciones han cambiado, o quizás sean las mismas pero se ven vacías. Busco en esa silla, la que se encuentra en el extremo de la mesa, pero no hay nadie sentado en ella. Pienso que quizás haya llegado la hora la siesta, la de todos los domingos, pero no hay nadie en esa cama.
Las paredes continúan agrietadas y recubiertas de madera. El techo continúa en su lugar y ese banco todavía está en aquel patio, sin embargo esa casa ya no es la misma. Nunca lo será.
lunes, 16 de junio de 2008
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